Pertenezco a una raza extinta, una raza sin nombre.
Estúpidamente porfío en buscar iguales a mí. Nunca he encontrado ninguno. Aún así, cada nueva luna me echo al monte, vuelvo a entregarme a la tarea como si fuese mi primera batida. Me desnudo una vez más y unto mi piel con los pigmentos que mi padre me legó al morir. Él dijo que me servirían para que otros de los nuestros pudiesen reconocerme. Mintió: ya no queda ningún otro. Yo soy la última. Soy sola en mi especie. Soy sola.
Y, sabiéndose la última, ella se dispuso al último de los sacrifícios. Se tumbó en el altar y dejó que uno de ellos la poseyera con la convicción de que surgiría una nueva espécie, necesariamente mejor por lo que ella había aportado...
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