domingo, 4 de marzo de 2012

Dos pendientes para un zapato

Caminaba con mi marido de la mano, los dedos fuertemente entrelazados. Llegamos al céntrico piso del violinista a la hora acordada. Yo llevaba en el bolso una botella de Rioja que ayudase a templar los nervios si los hubiera, o que caldease un poco el ambiente, de no haberlos. Antes de llamar a la puerta mi marido me preguntó: cómo estás?, nerviosa? Aquella pregunta trajo a mi mente cómo había empezado todo: el día en que le confesé cuál era mi deseo; aquel momento de angustia, frente a mi ordenador, después de haber enviado el mail en que le hacía la propuesta al violinista; las muchas horas robadas al sueño, hablando entre susurros sobre porqué, cómo, qué significaba para nosotros todo aquello... Tanta complicidad, tanta ilusión, tanto descubrirnos de nuevo, tanto conocernos-reconocernos... Y en aquel instante, bajo el quicio de aquella puerta, le amé más que nunca, y respondí a su pregunta: no, no estoy nerviosa. Estoy excitada, pero asombrosamente tranquila, y segura de querer esto. Y tú, cómo estás? Respondió: todo bien. Adelante con ello.

Un solo timbrazo. No fue necesario un segundo. El violinista acudió enseguida a abrir. Hubo efusivos saludos, nos abrazamos allí mismo, en el pasillo. Él era el más nervioso de los tres, se notaba a las leguas, aunque lo negase. Por romper el hielo de entrada, le miré a los ojos y comenté divertida: qué locura, no? Saqué la botella del bolso. Tienes descorchador? Claro! Entrad!, dijo riendo. Tengo muchos descorchadores! Y pasamos a la cocina. Al entrar en ella miré la mesa en la que tantos buenos ratos de charla habíamos compartido los tres, y un escalofrío recorrió mi espalda. Pensé: ojalá esto no acabe con todo... En seguida apareció él con su descorchador último modelo y me sacó de mi ensimismamiento.

La verdad, no sé bien cómo iban ellos vestidos. Sí recuerdo con precisión la ropa que llevaba yo puesta, no en vano había pasado media tarde dándole vueltas al modelito. Lencería negra, muy sencilla y ajustada al cuerpo. La ropa también negra: una falda de seda plisada y corta, una sencilla camisa entallada, que vestí suelta, sobre la falda, ciñendo mi talle con un fino cinturón. El escote abierto hasta donde asoma el pecho, lo justo: suficiente para insinuar sin enseñar. Pantys de fina lycra y unos peep-toes de charol negro. Cazadora de cuero crema.

El violinista pareció no fijarse en mi atuendo cuando llegamos, pero supongo que sí lo hizo, porque tiempo después me confesó que todavía recordaba lo que yo vestía el día que nos habíamos conocido.

Es curioso cómo se almacenan los recuerdos... De aquella intensa noche hay partes que están muy borrosas, de las que sólo consigo recuperar imprecisas sensaciones. No sé muy bien cómo fue que llegamos de la cocina al suelo del salón, ni quién me desnudó, cómo lo hizo, si lo hice yo... Sin embargo, otras creo que permanecerán por siempre grabadas a fuego en mi memoria: el momento en que mi marido me empujó dulcemente en brazos del violinista, dándonos así el valor que sabía iba a faltarnos; el Dios mío! que musitó en mi oído cuando me tuvo entre sus brazos, con su pecho pegado al mío; el sabor de su piel cuando le besé en el cuello. La mirada confiada y curiosa de mi marido al contemplarnos; la dulzura con la que de vez en cuando él confirmaba que todo iba bien; la complicidad entre ellos dos. Mis manos, sus manos, sobre el espejo del armario; mis rodillas en la madera del suelo. Mi boca en sus pollas, sus bocas en mi coño; los dedos del músico arrancando de mis adentros las notas más hermosas...

Uno de mis pendientes cayó al hacer un movimiento. El violinista se agachó a recogerlo. Me quité el otro para no perderlos y él tomó ambos y, amorosamente, los metió en uno de mis zapatos. "Dos pendientes para un zapato", dijo. Los tres nos miramos y, cómplices, reímos.

1 comentario:

  1. Imaginarla calzando sus peep toes me permite entreverla en una época en la que la belleza tenía cánones contundentes: cuerpos delgados, vientres lisos, ojos grandes, labios carnosos, senos simétricos y sólidos y caderas marcadas. A partir de esos zapatos devenidos en improvisado joyero me permito construir la estética de un cuerpo que se me antoja idóneo para dar cabida a tanto placer como parece estar dispuesto a otorgar...

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