martes, 7 de febrero de 2012

El violinista

Todo esto empezó una plomiza tarde de final de invierno. En una sala de grabación.

La luz era escasa. El ambiente estaba cargado. Se respiraba cansancio.

Llegó acompañado de su violín, como tantas veces antes. Impoluto. Correcto. Con su aire aniñado y seductor. Pantalón vaquero. Camisa blanca. Cazadora de cuero.

Lo saludé con un par de efusivos besos, como procede entre amigos que lo son desde hace tiempo. Pero aquel día, al besarmos, corrió entre nosotros una electricidad, que pasó de cuerpo a cuerpo. Por un momento nuestras miradas quedaron suspendidas, prendidas en los ojos del otro. Alguien más vino a saludarlo y quebró el momento. Fui a sentarme.

Desenfundó su violin. Lo preparó con ceremonia y se puso a afinar. Me pareció notar, algo incrédula, que no dejaba de observarme por el rabillo del
ojo.

Yo, sentada, aparentaba distraída y relajada, dando cháchara jovial a quien estaba a mi lado. Pero no era así. Estaba tensa y activada. Mi corazón pulsaba lento, como esperando algo.

Da comienzo la grabación. Se hace el silencio. El pianista se prepara, acomoda su partitura en el atril. Mira a J con gesto inquisitivo. Él le devuelve un asentimiento. Coloca el arco sobre las cuerdas. Cierra los ojos. Concentrado. Coge aire. Y comienza a sonar... Al primer compás se gira un poco, como brújula buscando su norte... Y me mira. Me mira... Otra vez suspendidos. Conectados...

La escasa luz de la sala se me va apagando. Fundido a negro. Siguiente plano. Estamos solos él y yo. Un foco lo ilumina. A él y a su violín, que hacen uno y no dos. Todo el resto de la escena ha desaparecido. Yo permanezco totalmente absorta, transida, hipnotizada. Dejo de respirar para escuchar mejor. Mi corazón late ahora con el mismo pulso que sus notas. Permanezco así hasta el final de la pieza. Inmóvil, mi mirada fija en él. Unos segundos más aún... Y me acuerdo al fin de respirar de nuevo.

Aquella tarde empezó todo. Allí supe que deseaba ser violín entre sus manos.


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