Alcé la mirada y creí.
Creí en un Destino inmenso,
mar de fondo que arrastra los cuerpos.
Creí en la atracción de los planetas,
en la fuerza de los imanes,
capaces de poner el Norte a dar vueltas.
Creí en la magia de las casualidades programadas,
me pensé Amelie desentrañando su oculta belleza.
Creí en una matemática absurda y hermosa,
donde dos y uno hacen dos,
donde tres es número mágico
que transforma multitud en comunión.
Quise creer y creí.
Creí en la intuición definitiva,
que desentraña la verdad más escondida.
Creí pertenecer a una raza de sirenas
que doblegan voluntades con su canto
y atraen al marinero a su regazo.
Creí en la poesía de los cuerpos saciados,
que albergan almas desnudas.
Creí haber rozado esas almas,
y pensé incluso comprenderlas.
Me empeñé en creer y creí.
Tardé en descubrir que no alcé la mirada,
sino que miré adentro, dentro de mí.
Tan adentro que confunde; y confundí.
Confundí un yo con un él.
Confundí poder con querer,
o no querer con no poder; no sé.
Confundí ser y estar,
necesitar y desear.
Y confundí el rumbo de mi deseo,
navegué en círculos,
me alejé del puerto donde se me espera,
donde tengo mi amarre, donde quiero anclar.
Ahora sí, debo alzar la mirada al horizonte
y de nuevo encontrar algo en que creer
que esta vez sí me eche a andar.
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