Cuando el dolor es placer es porque es buscado, intencionado y, muchas veces, compartido. Ese dolor no ahuyenta, sino que concentra los sentidos, nos conecta con nosotros mismos, y nos devuelve nuestro propio sonido: el rugir del deseo que nos galopa por dentro, el runrún del ansia que nuestro sexo alberga. Y, paradójicamente, provoca un silencio extremo, que nos frena y nos contiene, que nos prepara para recibir el éxtasis.
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