Te empluma sus cosas en el bolso: su tabaco, su móvil, sus llaves de casa. No espera a tener confianza para hacerlo, te las cuela desde el primer momento, con la naturalidad y el desenfado de quien lo espera todo de la vida, porque la vida le debe algo.
Eso tiene que venir de casta, estoy convencida; no puede ser un rasgo que aparezca espontáneamente, al azar. Y es ese toque el que distingue a los salvajes de los civilizados; esa cualidad que Scott Fitzgerald supo definir tan bien: la estúpida despreocupación con que los Tom y Daisy de la vida te hacen la jodienda como si nada, sin mirar atrás siquiera porque apenas se han parado a pensar en ello.
Pero es precisamente ese aire de genuina inconsciencia el que nos anula a los pobres diablos civilizados que jamás le colocaríamos a nadie nuestra carga. Nos produce un pasmo inicial, una especie de perplejidad que nos impide pensar, y mucho menos reaccionar. Hasta que empiezas a advertir que ya no se trata de sus cosas o de tu bolso. Ya son sus provocaciones gratuitamente estúpidas, o su aire de infundada suficiencia, o su mundana calma ante tu dolor lo que intentan colarte.
Es entonces cuando te das cuenta de su triste condición y te apenas por ellos. Por todos esos Tom y esas Daisy que necesitan no ser conscientes de los demás para poder sentirse un poco dueños de sí mismos.
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